¿Qué hacemos con tanto dolor?

Parece que hay demasiado dolor en este mundo. Nuestros corazones están llenos de dolor por aquellos que sufren persecución y angustia.

Hemos orado por los habitantes de Haití que, en medio de la inestabilidad política, han sufrido otro terremoto devastador. Los esfuerzos de ayuda tras el último terremoto continúan y otro terremoto sacude los cimientos de la tierra trayendo más muerte y desesperación. Más pobreza.

Hemos orado por el pueblo de Afganistán que ha experimentado un cambio dramático en el poder político, la seguridad y el estilo de vida. El mundo está conmocionado. Nos afligimos por los derechos ganados y por los momentos perdidos. Nos duele por los que se esconden, por los que son torturados, por los que son buscados e incluso asesinados. Imágenes inimaginables que luego se graban en nuestras mentes.

Hemos orado por la pandemia del COVID. Hemos experimentado su poder. Hemos experimentado el miedo que se ha formado como una nube oscura que no se va. Hemos conocido vidas que se han visto profundamente afectadas e incluso perdidas. Hemos aguantado la respiración por el diagnóstico. También nos hemos afligido.

Hay tantos otros ejemplos que podríamos dar. Hay sufrimiento en todo el mundo.

Lo vemos incluso en el ministerio. Debido a la naturaleza de las personas a las que servimos, vemos los efectos del trauma todos los días. Ira, dificultad en las relaciones, mojar la cama, sueños, aislamiento… el trauma toma la forma en que funciona el cerebro y distorsiona nuestra forma de percibir el mundo que nos rodea. Los niños y las familias que atendemos han aprendido a no confiar, a no hablar, a no sentir.

Pero creemos que esas cadenas deben aflojarse y romperse. Cuando empezamos a vernos aislados, sin poder expresarnos, viviendo con miedo en lugar de confianza, no estamos viviendo con corazones y almas enteras. Nuestro ministerio se basa en las relaciones. Construir confianza, hablar y permitirnos sentir…

Así que, durante estos tiempos difíciles, cuando queramos aislarnos, acallar nuestros sentimientos y pensamientos, acudamos primero a Dios. Jesús pagó el precio para que podamos ir directamente a su trono. Él rasgó el velo que nos separaba de Dios. Él nos escucha aunque no lo sintamos ni lo veamos. Él está al mando y un día lo arreglará todo. Y en segundo lugar, reunámonos en comunidad: con un amigo, con un grupo de amigos, en la iglesia, con la familia. Juntos podemos sostenernos mutuamente. Por muy endurecidos que estemos, no abandonemos nunca la buena batalla de brillar por Jesús en esta tierra.

Tómate un momento para orar y para tender la mano a alguien.